En 1951 el gran escritor
Alfred Bester dió con el concepto de
música anti-telépatas y lo introdujo en su novela
El Hombre Demolido (The Demolished Man). El asunto es así: el protagonista de la historia necesita protegerse de los espías mentales que lo acechan. Para ello recurre a una creadora de jingles cuyas obras han sido prohibidas por su extrema efectividad, esto es, por ser demasiado pegadizas. La idea del héroe es muy simple: si se expone a un jingle de ese tipo la mayor parte de su actividad mental estará ocupada en la repetición involuntaria de la música, por lo que interferirá los sondeos de los telépatas.
En la novela el truco funciona, y
Ben Reich, héroe tan exageradamente impulsivo e inteligente como todos los de Bester, logra burlar a sus enemigos hasta el final. La utilidad de los jingles pegadizos en la vida real, en cambio, no es tan clara. Si bien es cierto que gran parte de nuestro cerebro es formateado desde sus fases más tempranas con este tipo de música, no está firmemente demostrada la relación entre la penetración de las tonadas en las tiernas cabecitas -
Glemo en mi cabello, a la hora del shampoo- y su verdadero poder vendedor: recuerdo ese aviso antediluviano, pero jamás usé
Glemo. Sí funciona con seguridad la parte mínima, o sea, la música se vende a si misma. Y cuando como jingle no es muy buena, pues se la repite hasta que sea comprada. De todos modos, no es eso lo que me interesa ahora. Quiero hablar de mi propia reversión del fenómeno jinglero.
Yo creo en el poder de la música como repelente de telépatas. O más bien, de telépatas y afines. Siempre hay una canción zumbando en mi cabeza, a veces más alto, a veces más bajo. A veces la reconozco, a veces no. Cuando la reconozco, me alegro y comienzo a cantarla en voz alta. No como mantra cuya repetición nos conduce a un estado de conciencia más puro (ya que estamos librescos, pregúntenle sobre lo peligroso de esta costumbre a la
Franny de
Salinger), sino como simple liberador de moscardones mentales. Aún cantando a muy bajo volumen, pocos son capaces de sanatear cara a cara a un tipo que mueve casi imperceptiblemente la cabeza, y tal vez, sí, también los labios, al son optimista de 'Always Look on the Bright Side of Life'. Perciben que uno no está prestanto atención. A veces, lo notan desde lejos y ni siquiera llegan a acercarse. Ah, las ventajas de pasar por músico.
A veces, los moscardones logran plantar sus huevos en mi territorio. Ya sabemos, tienen la tele, tienen la radio, tienen la escuelas. Y uno a veces baja la guardia. Quién no se distrae. A veces me encuentro con cosas que plantaron hace décadas. Quiero decir, el ataque parece provenir desde dentro o desde el pasado. No importa. Para eso tengo mi música anti-telépatas, sí señor, que es retroactiva. Porque muchas veces es sólo un riff, a veces una melodía, pero normalmente descubro que también hay un mensaje sugerente detrás de mis estribillos anti-telépatas. Como bien anota Bester, la música tiene que cerrar dando la impresión de terminar y volver a empezar. Eso es cierto y necesario, aunque no da cuenta de todo: el perfecto estribillo sigmur anti-telépatas tiene un dejo vagamente optimista en sus palabras. En ese sentido, el disco
Commercial Album de los
Residents es un fracaso, ya que ninguno de sus supuestos jingles es memorable ni estimulante. En el lado opuesto, el tema de los
Monty Python es toda una linterna que, haciendo un poco de trampa, utilizo voluntariamente. Igual el estribillo 'Wathever Gets You Through the Night', de
John. La coda de 'I'll be your Mirror'. Y bueno, claro, la de 'Motor Away':
Come on,
speed on
(otra vez)
(y otra)
(vamos vamos)
(más fuerte)
(otra vez)