viernes, mayo 16

Coincidencia fluviolfativa

Nunca creí que el Río de la Plata tuviera algo especialmente simpático. Me refiero al agua en sí, esa a la que en Buenos Aires le dicen río y acá le decimos mar. Pero en las lecturas de esta semana se me apareció diferente:


Ningún paisaje extraordinario en el país en que nací, un país sin extremos, de perfil bajo, sin nada espectacular. Salvo por los grandes ríos que confluyen allí, en la inmensidad del estuario, hacia el océano. La maravilla del olor del limo traído del corazón del continente en el agua de mar. Una delicia.

(Silvia Larrañaga, El meollo)

Al tiempo de navegar a lo largo de la costa, nos adentramos en un mar de aguas dulces y marrones. Era tranquilo y desolado. Cuando alcanzamos una de sus orillas, pudimos comprobar que el paisaje había cambiado, que ya la selva había desaparecido y que el terreno se hacía menos accidentado y más austero. [...] Cielo azul, agua lisa de un marrón tirando a dorado, y por fin costas desiertas, fue todo lo que vimos cuando nos internamos en el mar dulce, nombre que el capitán le dio, invocando al rey, con sus habituales gestos mecánicos, cuando tocamos tierra. [...] El olor de esos ríos es sin par sobre esta tierra. Es un olor a origen, a formación húmeda y trabajosa, a crecimiento.

(JJ Saer, El entenado)

Hasta ahora no había pensado en el olor particular de este mar. Sí en el que te asalta cuando salís del aeropuerto a la pista, esa humedad que te quema en invierno y te aplasta en verano. Ahora tendré que remontar el Paraná, supongo.

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