martes, abril 10

Žižek en español

Esto salió la otra semana en Der Standard (Österreich). Now in Spanish.

El Caballero de los muertos vivientes/ El regreso de los muertos vivientes: consideraciones sobre las confesiones de Kalid Shaik Mohamed, y, especialmente, sobre qué cosa es destruida con la legalización de la tortura.

Desde que se dieron a conocer públicamente las dramáticas confesiones de KSM, han causado indignación acerca de la magnitud de sus crímenes, pero también arrojado muchas dudas. ¿Se puede confiar en sus palabras? ¿Puede ser que haya confesado más de lo que realmente hizo porque quería, por vanidad, pasar a la historia como el mayor cerebro terrorista de la historia, o porque estaba dispuesto a admitir cualquier cosa para que dejaran de someterlo al submarino y a “otras técnicas de interrogación reforzadas”? Si fuera este el caso, lo más sorprendente del episodio no son las confesiones en sí, sino el hecho de que por primera vez en muchos años la tortura aparece en la agenda mediática presentada como algo aceptable. Las consecuencias éticas que se desprenden de esto nos traerán muchos dolores de cabeza.

Mientras que la dimensión de los crímenes de KSM es clara y atemorizante, lo que pone de manifiesto es que los EEUU no son capaces de tratar con sus peores criminales; en el mundo civilizado, aún el más cruel de los asesinos de niños es llevado a juicio y condenado. Sin embargo, cualquier acción legal y cualquier castigo contra KSM se han vuelto imposibles: ninguna corte que se maneje dentro de las coordenadas de los sistemas jurídicos occidentales puede proceder luego de arrestos ilegales y confesiones obtenidas mediante tortura. En apariencia, ahora no sólo los terroristas están obligados a actuar fuera de la legalidad, son también aquellos que luchan contra el terrorismo. Por lo tanto, hay de facto criminales “legales” e “ilegales”: unos son sometidos a procesos legales, mientras los otros son llevados a tribunales militares y obviamente, a prisión perpetua. KSM se ha vuelto lo que el filósofo Giorgio Agamben llama un “homo sacer”: un ser legalmente muerto, que sin embargo todavía vive (en el sentido biologico). Y el jeque no es el único que vive en este mundo intermedio. Las autoridades norteamericanas que tratan con los prisioneros son una especie de polo opuesto del homo sacer: se muestran como el poder justo, aunque operan en un vacío en el que permancecen en nombre de la justicia pero no esta regido por el orden legal. Para algunos, el asunto no es relevante. El contraargumento realista sería: la guerra contra el terror es sucia y constantemente presenta situaciones en las que las vidas de muchos dependen de información que podemos obtener de un detenido usando medidas extremas. Como expresa Alan Deshowitz de la Facultad de Leyes de Harvard: “Por supuesto que no apoyo la tortura, pero si lamentablemente es usada, debe serlo por lo menos con permiso de un tribunal de justicia”. Si esto es honestidad, entonces me quedo con la hipocresía.

Sí, la mayoría de nosotros puede puede representarse una situación en la que tolerase la tortura; digamos, para proteger a seres queridos de un daño directo e inexpresable. Eso puedo imaginármelo. Pero en ese caso, es fundamental que yo no eleve esa elección desesperada a la categoría de principio general; tengo que ser consciente de los horrores particulares que implican mis actos. Cuando la tortura se vuelve tan sólo una medida más de la lista de técnicas usadas contra el terorrismo, se pierde la conexión entra cada sensación y el horror que acarrea. Cuando en la quinta temporada de la serie 24 se revela que el estratega detrás de los ataques terroristas no es otro que el presidente de los EEUU, nuestra mayor expectativa era ver si el agente especial Jack Bauer emplearía con el “líder del mundo libre” su técnica estándar para el tratamiento de terroristas en posesión de secretos que pueden salvar las vidas de miles de personas. ¿Torturará al presidente? La realidad sobrepasó ahora a la TV. Porque en 24, la elección de Jack Bauer es presentada como un asunto cotidiano, como “business as usual”. Y en cierto sentido, la tortura no apoyada explícitamente lo es; pero cuando la aceptamos como un tema de discusión válido, se vuelve más peligrosa que aceptarla abiertamente. La moral no es únicamente un asunto de la conciencia personal. Sólo prospera si es es mantenida viva por lo que Hegel llamaba “espíritu objetivo”, o sea, el conjunto de reglas no escritas que conforman el trasfondo de la actividad de cada individuo y nos informan qué cosa es aceptable y qué no lo es. Por ejemplo, una señal clara del progreso de la sociedad occidental es el hecho de que no hay necesidad de discutir sobre la violación: el “dogma”, comprensible para todos, es que la violación está “mal”. Si alguien postulara la legitimidad de la violación, se colocaría en una posición tan ridícula que pasaría a ser ignorado. Lo mismo debe ser aplicado a la tortura. ¿Somos conscientes de lo que nos espera al final del camino que tomamos al haber aceptado la normalización de la tortura?

Un detalle importante de la confesion de KSM nos da un indicio. Se informó que lo propios magistrados examinadores se sometieron al submarino y que tras 15 segundos de tratamiento estaban dispuestos a confesar cualquier cosa a cualquier persona. KSM se ganó su involuntaria admiración al soportar el procedimiento dos minutos y medio. ¿Somos conscientes de que la última vez que tales cosas fueron parte del discurso público estábamos en lo mas hondo de la Edad Media tardía? En esa época la tortura era todavía un espectáculo público, un medio honorable para poner a prueba a un enemigo cautivo, quien a su vez podía ganarse la admiración de las masas si soportaba la agonía? ¿Realmente queremos retroceder a esa ética de combate? Si es así, la verdaderas víctimas de la “tortura corriente” somos el resto de nosotros, la opinión pública. Una parte importante de nuestra identidad colectiva se ha perdido irremediablemente. Estamos en medio de un proceso de corrupción moral, en el que el poder está intentando quebrar una parte de la columna vertebral ética que forma parte de los mayores logros de nuestra civilización, esto es, el desarrollo de una sensibilidad moral espontánea.

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