lunes, setiembre 12

C'mon feel the noise!

Con cierta tardanza, tardanza lamentable por motivos que merecerían otro post, fui a ver la película Ruido hace un par de días. He dejado pasar esos dos días porque me conozco y sé que suelo ser presa de entusiasmos pasajeros, víctima del clima -hacía un frío tan purificador-, de la dieta, de la compañía. Los días han pasado y Ruido me sigue pareciendo una buena película, en todo caso, y una queridísima película, para mí.

Ruido interesa. Las subtramas se potencian en cada cruce y la ansiedad por el desenlace narrativo crece. El ingenio, los chistes buenos, las muchas gracias no entorpecen el avance de la historia, y, sobre todo, la trama se cierra de la manera más agridulce y perfecta posible. Hace tiempo que no veo películas (ni leo novelas) que terminen; Ruido termina, y termina a lo grande, de la única manera posible. No quiero arruinar finales, quiero que más gente vea la película, que sigue en cartelera, así que con esto alcanza.

Ruido es ambiciosa. Bajo cierta pátina de ingenuidad y espontaneidad, la película cuenta, por un lado, una historia ajena a todo localismo -como la también muy buena Alma Mater. Por otro lado, lo hace de una manera distanciada de toda pretensión mimética respecto a su locación montevidena, pero, a la vez, y esto es lo sorprendente, sin ocultar esa locación. Hay ecos de varios escenarios de la comedia hispanoamericana en el decir de los personajes, así como en la imaginería narrativa del director y guionista Bertalmío. El agrado que provoca una obra desprovista de la obsesión por lo aldeano pero que a la vez logra evitar la asepsia del lenguaje neutro potencia esas mismas virtudes en el plano de la historia: Ruido es, ja, mundial.

Ruido es fuerte. Ruido cierra, y cómo: uno sale entusiasmado del cine, tanto o más que al salir de ver Fight Club, su compañía que ahora se me hace careta, explícita, efectista. Ruido no es esquizofrenia, es café y cognac -un carajillo, tres carajillos, ¡vamos!